El estudio Ghibli nos ha ofrecido ya un gran número de grandes películas de animación tradicional que cualquier novedad es prácticamente garantía de calidad. Ya se ha dicho por activa y por pasiva que es la Disney oriental, pero lo cierto es que ambos estudios mantienen pocos puntos en común, siendo uno de los pocos el que su mayor pretensión sea dirigirse a los más pequeños de la casa para meterlos de lleno en un mundo de fantasía, sin olvidar tampoco a los mayores que se presten a seguir siendo soñadores. Pero por lo demás, la factoría japonesa tiene un sello propio muy característico, propiciado por el genial Hayao Miyazaki, creador de historias tan memorables como Mi vecino Totoro o El Viaje de Chihiro, entre muchas otras, que destacan por ofrecer mundos repletos de moraleja y una gran carga simbólica. El director, también dibujante de manga, posee una personalidad propia que transmite en sus películas, un sentimiento anti-bélico que solo es superado por su amor a la naturaleza y el sentido de la responsabilidad. Pero por mucho que nos encante, lo justo sería reconocer que esta película que nos ocupa no es del todo suya, sino que está dirigida por uno de sus animadores más cercanos: Hiromasa Yonebayashi, que después de estar tanto tiempo trabajando con él, parece que algo se le ha quedado, a juzgar por el resultado.
Aunque lo cierto es que resulta muy irónico que precisamente lo más flojo del filme sea precisamente el guión, que es en lo único que se involucró el creador de La princesa Mononoke. Una adaptación, ignoro hasta qué punto fiel, al famoso libro de Mary Norton: The Borrowers (el mismo en el que se basaron para realizar la famosa serie The Littles, Los Diminutos en España) que presenta una historia bastante más simple de lo que estamos acostumbrados del estudio que realizó el Castillo Ambulante. Quizá esto se deba también al hecho de que es la historia más occidental que han trasladado a la gran pantalla, con todo lo que ello conlleva, por lo que no resulta tan original o imprevisible, se nota la ausencia de las creaciones más asombrosas del maestro Miyazaki. Esto, por un lado, hace que esta sea una de las propuestas de la compañía más vacías en cuanto a contenido puramente formal, pero no así en cuanto a emoción y sentimiento, siendo esta su mayor baza.
La falta de malabarismos argumentales está más que compensada con una sensibilidad artística realmente sobresaliente. Lo que cuenta esta película no es mucho, de hecho los sucesos son bastante cotidianos pese a la presencia de los pequeños seres fantásticos, pero lo importante es la forma en que la historia está contada, con una sencillez que no está exenta de cierta complejidad en cuanto al tratamiento de personajes y su entorno. En otras palabras, la labor no se siente en la superficie de su argumento, sino en los conceptos que se permite desarrollar con elegante parsimonia. La forma en que presenciamos el mundo desde el punto de vista de los llamados diminutos es asombrosa, todo está calculado al milímetro: los elementos que componen sus casas, la forma en que deben sortear obstáculos, la increíble aventura que supone llegar siquiera hasta la repisa de un armario... Ese magnífico gusto por el detalle hace que el filme gane en cuanto a naturalidad y realismo. El contraste entre las diferentes perspectivas de dos especies distintas es portentoso. Sus personajes están vivos: tienen necesidades, sus silencios dicen más que sus palabras, sus sueños se cumplen tanto como se resquebrajan a la mínima... Todo está muy bien medido, y la dirección es portentosa, quizá el ritmo pierda un poco a medida que se va desarrollando la historia, pero al final todo está en su sitio e incluso se atreve a presentar un final un tanto agridulce y absolutamente libre de tópicos, en donde el espectador es quien debe elegir si tener esperanza o pesimismo hacia lo que pueda ocurrir a continuación.
Por lo tanto, lo que queda es una simple aunque bellísima historia, cuidada al milímetro, dibujada y animada con una habilidad fuera de lo normal, como viene siendo costumbre en este gran estudio. Puede parecer algo infantil, pero tiene un trasfondo más adulto de lo que parece. Realmente una gozada y un ejemplo más que insiste en negar la típica frase de "ya no se hace cine como antes".
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